Lic.
José Darío Navarrete Romero
El ser humano, es esencialmente, "homo viator". Recorre la vida paso a paso, uno a la vez, forjando una existencia pletórica de eventos que impactan y forman la personalidad de cada uno de nosotros.
Así es como hacemos historia, nuestra historia, nuestro pasado va definiendo nuestro presente, que es solo un instante en el que podemos definirnos a través de nuestras elecciones con la esperanza de concretar un futuro pletórico de ilusiones, de ideales, de metas y realizaciones que dotan de sentido al presente en que somos.
La
vida transcurre así, día a día, momento a momento, siendo y haciéndonos a
nosotros mismos, en media de una cotidianidad que nos integra a su dinamismo y
que, a la vez, se ve enriquecida por nuestra acción.
Nuestras
decisiones, si bien son personales, se dan en una circunstancialidad
determinada, responden a motivaciones, causas y requerimientos de situaciones
concretas que delimitan el campo de acción de nuestro ser; la sociedad, la
familia, el trabajo, la economía, la religión, la educación, el clima y el
ambiente natural, entre otros, son factores que influyen en la realización
personal.
Esta
realidad humana en la que nos vamos erigiendo y construyendo nos constituye en
verdaderos hacedores de nosotros mismos, por lo que somos responsables de
nosotros, somos responsables de nuestra vida y de nuestra existencia.
Solidarios de la realidad en que nos hacemos.
Teñimos
y damos significado así a una de las caras de ese “prisma” que llamamos
“realidad”. Otra cara de esta figura geométrica en la que somos, se nos
presenta cuando la naturaleza y la vida misma desencadena una serie de hachos
que impactan en nuestra existencia de forma irremediable, sobre los que no
tenemos opción, nos rebasan y condicionan, nos presionan y nos limitan. Estos
hechos nos producen una incisión en lo más profundo de nuestro ser.
Las
pérdidas, forman parte de este prisma vital y se suman a nuestra experiencia
existencial que nos forja humanos, están fuera de nuestro campo de opción, son
inevitables, son irreversibles y provocan “dolor del alma”, es decir,
sufrimiento.
La
pérdida, ¡esa ausencia siempre presente a lo largo de nuestra vida! Se
incorpora a nuestro ser, arrebatándonos el presente, alejándonos de nuestro
pasado, borrando nuestra memoria e incapacitándonos para el futuro anhelado al
lado del o de lo ausente...
Esta
es una realidad que no podemos objetar, la pérdida nos “duele en el alma”
porque:
- Se ha perdido un ser precioso y preciado en sí mismo, al lado de quien nos construíamos, lo cual es indicativo de que se amaba lo perdido;
- Nos hace falta, su ausencia nos obstaculiza continuar con nuestra vida, lo cual es indicativo de un apego a lo perdido. o bien,
- La ausencia es tan básica y poderosa que nos imposibilita seguir viviendo, lo cual es indicativo de una relación de dependencia, y en el extremo, de una relación patológica con lo perdido.
La
pérdida jalona el espíritu humano exigiéndole una respuesta y la asunción de
una actitud frente al imperativo de la ausencia. ¡No tenemos que ser pasivos
frente a la pérdida! Sufrientes inermes que son golpeados por el destino.
Frente
a la pérdida podemos descubrirnos y forjarnos como:
- Sufriente, pasivo frente al “dolor del alma”, el paciente se entrega al destino, se vuelve muñeco del infortunio que lo avasalla, mangonea y enajena.
- Apoderamiento del sufrimiento, guiarlo, encausarlo, buscarle sentido, aprehender la pérdida, aprender a caminar en la ausencia de lo perdido, entronizarse
Tenemos
la posibilidad de enseñorearnos frente al sufrimiento, orientarlo y encauzarlo,
erigirnos humanos frente al duelo, es cierto que la pérdida es inevitable, cae
sobre nosotros sin opción alguna, sin embargo, la actitud frente a la pérdida
si depende de nosotros.
Dejar
de ser marionetas del destino es nuestra opción.
La
vida y la existencia nos cuestionan a cada momento a través de las pérdidas a
lo largo de nuestros días, una y otra vez nos cuestiona y nos hace dudar de
nuestros principios, nuestra cosmovisión es fuertemente inquirido por la
pérdida.
La
pérdida nos obliga a romper nuestra rigidez de vida, nos exige flexibilidad,
nos imprime fuerza para salir y nos actualiza la resiliencia que yace en
el estrato espiritual de todo ser humano.
La
pérdida obliga a nuestro ser buscar y a
encontrar nuevas formas de convivir con el ausente, a encontrarlo donde no solía
ser ni estar, a hablarle, verle y oírle se manera diferente a la que estábamos
acostumbrados a hacerlo.
No
dejamos de amar, de querer, de sentir al ausente, es absurdo tratarlo en
pasado, sino habrá que encontrarlo en un presente trascendente y metafísico que
nos permita un nuevo estadio amoroso con quien hemos perdido.
La
pérdida es un llamado a la autotrascendencia, al autodistanciamiento, a la
flexibilidad de ser, a la asunción de valores de actitud y finalmente al
sentido del humor. Tener la capacidad de vernos y concebirnos más allá de
nosotros mismo, de dedicarnos a actividades que tengan valor y den valor a mi
sufrimiento.
Tener
humor y reír de nuestro “dolor del alma”, nos permitirá distender la presión
negativa que ejerce la pérdida sobre nosotros, nos ofrece la oportunidad de
levantarnos sobre nuestro tiempo, espacio y circunstancia para vislumbrar
nuevos horizontes de vida, esperanza e ilusiones, que soporten nuestro paso
co-creador de nuestra realidad. Nos erguimos así como hacedores de una
naturaleza nueva: ¡somos esencialmente homo amans! A cargo de nuestra vida y
responsables de nuestras acciones.
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